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El milagro de Atacama

Pudieron haber salido a tiempo. Los 33 sintieron que la mina «lloraba», la oyeron quejarse,  toda la vida en el tajo les permitió presagiar lo que otros no previeron.  Solicitaron permiso para evacuar y la empresa se lo denegó. No quisieron parar el turno. El cobre tenía que seguir fluyendo a cualquier precio. Con el derrumbe, el cinco de agosto, comenzó su pesadilla. Enterrados vivos a medio camino del infierno, perdidos en las entrañas del cerro.

Setenta días después vivimos la noche mágica. Queda media hora para las doce, hace frío y del cielo cuelgan miles de estrellas. En el Campamento Esperanza no duerme nadie. Centenares de familiares y amigos de los mineros enterrados y unos 1.700 periodistas de todos los lugares de mundo tenemos fijos los ojos en las modernas pantallas planas de televisión colgadas por doquier.  Ofrecen un punto postmoderno entre las hogueras, el maremágnum de tiendas de campaña, las   antenas parabólicas y las unidades móviles. La cápsula Fénix  baja, por fin, tras dos intentos de prueba, hasta los 700 metros de profundidad. La señal oficial de la televisión chilena muestra la llegada del primer rescatador. Hay una cámara instalada en el fondo de la mina y se ve a los mineros ansiosos recibiendo a su salvador. El campamento estalla en júbilo: lágrimas, gritos y vivas a Chile. El rescate ha comenzado. A partir de ese momento la tierra expulsa, uno por uno, a los 33 mineros. Son 33 momentos inolvidables llenos de emoción, ternura y también de humor. Mario Sepúlveda, el número dos en salir, contagia su alegría a todos. Abraza hasta tres veces al presidente Piñera y lanza el grito que en ese momento exclaman 17 millones de chilenos: Chi, chi, chi… le, le, le…

El pozo San José, un polvoriento rincón del desierto de Atacama, se ha convertido en el corazón del mundo. Hay dos mil millones de ojos pendientes de lo que aquí ocurre, y para contarlo se han congregado 1.700 periodistas de 350 medios de comunicación de los cinco continentes. Un despliegue sin precedentes, sobre todo para un espacio tan reducido. La superficie de las zonas con acceso para los informadores es algo mayor a dos campos de fútbol. Es un hervidero de reporteros grabando entrevistas. Se producen situaciones surrealistas. La hoguera donde se agrupa la familia del primer minero en salir, Florencio Ávalos, está rodeada por cincuenta cámaras de televisión. Su padre nos responde con calma. A pesar de su ansiedad,  soporta el asedio con entereza. En todos los rincones del campamento hay varios periodistas con cada familiar. Incluso hay que guardar turno. Los objetivos de las cámaras registran cada gesto, cada lágrima, cada cántico. Las televisiones chilenas emiten durante 48 horas seguidas el rescate. Durante este tiempo no dormimos, prácticamente no comemos y apenas nos sentamos. El Campamento Esperanza es inhóspito. Hay decenas de antenas parabólicas preparadas para enviar al señal a cualquier rincón del globo. Sin embargo, carecemos para trabajar de las cosas más básicas. No hay enchufes suficientes para conectar los ordenadores, ni mesas para colocarlos, ni sillas para sentarse.  La sala de prensa, una carpa con cinco mesas, es insuficiente. Algunas cadenas, como la estatal británica, ha enviado a una treintena de personas para cubrir la Operación San Lorenzo con autocaravanas y tiendas, parece un safari. El invierno que hemos vivido por la noche, se transforma en tórrido verano cuando aparece el sol. Antes buscábamos el calor de una hoguera, ahora se trata de localizar como sea una sombra. Mientras tanto los mineros siguen saliendo, renacen a la luz. En el punto de directo, a un centenar de metros de la cápsula Fénix 2, los periodistas realizamos las conexiones hombro con hombro. Nos vamos relevando según los husos horarios de nuestros respectivos países, primero los europeos, después los asiáticos y los chilenos a todas horas. No hay descanso pero merece la pena. Es un momento histórico, la noticia del año y encima se trata de una buena noticia. Es un privilegio estar ahí para contarlo. Me encuentro con el presidente Piñera cara a cara, desenfundo con rapidez el micrófono. En el campamento Esperanza hay cientos de cámaras, pero Diego y yo estamos solos. Hay que aprovechar; no se nos escapa, tenemos la exclusiva.  Para nosotros todo sucede con mucha rapidez, para las familias el tiempo trascurre lento. Hay ansiedad en sus rostros, pero la cápsula cada vez tarda menos en hacer los 700 metros de recorrido. Impresiona ver las caras de los niños cuando afloran sus padres desde el centro de la tierra. Para los pequeños es como ver el cielo. Abajo van quedando menos. En un descanso entre una intervención en directo y otra, Chomi, mi compañero productor de Antena 3, tiene preparada una sorpresa. Ha conseguido unos chorizos criollos y los está asando en una hoguera, incluso está calentando el pan.  Me quedo sin habla, mi estómago despierta de un hambre de horas. El último en salir es el jefe de turno, Félix Urzúa. Ha sido el líder del grupo, la persona que se ha encargado de organizar la vida en el pozo. Además, desde ahora, tiene el récord por haber permanecido más tiempo a mayor profundidad. Sale con una dignidad encomiable. Saluda con cordialidad al presidente Piñera y le espeta con voz queda pero rotunda: «Que esto no se vuelva a repetir».

La Operación San Lorenzo ha sido un éxito.  Chile se ha enfrentado a un reto colosal y lo ha resuelto. Todavía se cura las heridas del terremoto de hace unos meses, pero esta vez ha ganado la partida a la Naturaleza.  Se ha obrado un milagro sustentado en el esfuerzo. La fe y el trabajo son capaces de mover montañas.

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Camanchaca

Cuarenta kilómetros de una pista de tierra unen la ciudad chilena de Copiapó con el Pozo de San José, donde los 33 cuentan las horas para dejar de estar enterrados en vida. La carretera es una cinta ondulante y resbaladiza como una anguila. La humedad de la noche la convierte en muchos tramos en una pista de patinaje, por si fuese poco, cada madrugada, puntual como un fantasma, aparece la camanchaca. La camanchaca es una niebla espesa que enturbia la oscuridad y convierte la carretera en un espejismo. Cuando baja te atrapa, primero a jirones y, en poco tiempo, te engulle como una marea. No puedes retroceder,, ni pararte a merced de los camiones mineros que lo arrollan todo en la noche. Hay que frenar, por mucha prisa que tengas, y procurar intuir, antes de que sea demasiado tarde, donde empieza el desierto y acaba la carretera . Casi siempre te espera en las hondonadas, agazapada y cada vez que escapas de su abrazo es como abrir una ventana por la mañana. El trayecto se eterniza y al llegar al Campamento Esperanza, en plena madrugada, sientes al bajar del coche, que a los dedos les cuesta abandonar la forma curva de volante y que los ojos te escuecen como si hubieses atravesado una nube de pimienta.

La camanchaca le planta cara al sol cada mañana, pero casi siempre pierde la batalla. En el desierto de Atacama el que manda es, sin duda, el astro rey. Hoy, a primera hora, no tenía prisa en esfumarse. Se ha obstinado en desdibujar los perfiles de las máquinas que se empeñan en ganar la partida a la roca, demostrando que el trabajo y la fe mueven montañas. Su retirada, sin embargo, ha dado paso a otra presencia absorbente, pegajosa y pertinaz: una legión de periodistas dispuestos a ordeñar la noticia hasta las últimas consecuencias. Doscientos cincuenta medios de comunicación de  treinta y tres países diferentes,un  millar y medio de enviados especiales acosando a una treintena de familias en una superficie de apenas dos campos de fútbol. La batalla es desigual, pero los familiares de los mineros la sostienen con entereza y dignidad. Muchos no quieren  hacer ya declaraciones a la prensa. Los mismos que hace un mes te invitaban a café en su tienda y conversaban contigo sobre cualquier cosa para endulzar su espera, hoy solo te contestan si abandonas tu  condición de periodista. Un puñado de ellos sigue colaborando, lo hace por gratitud con los medios, por haber globalizado su causa.  Están extenuados, contestan mecánicamente, una y otra vez, a un cuestionario estereotipado. Se forman colas en las que una decena de periodistas, de distintos países del mundo, esperan su turno para hablar con la esposa o la hermana de tal o cual minero. Es surrealista, nosotros mismos nos damos cuenta, pero estamos imbuidos en una espiral informativa en la que, a veces, es difícil mantener el equilibrio. Las cámaras graban, grabamos, cualquier imagen que ofrezca algo de movimiento: los barrenderos recogiendo las basuras del campamento, un grupo de personas descargando carbón, mujeres maquillándose entre montañas de escombro… todo aquello que te sirva para cubrir unos segundos de reportaje u ofrecer un toque de color. Esta misma mañana, al menos cincuenta cámaras de televisión, fotógrafos y periodistas formaron, formamos, instintivamente, una melé  entorno a un individuo que contestaba a un reportero. Todos  hacían, hacíamos, la misma pregunta ¿pero éste quién es?, daba igual, estaba allí y quería hablar, aunque nadie supiese quien era. Nos comportamos como un cardumen de peces, una bandada de aves maniobrando al unísono.  En el Campamento Esperanza los reporteros no somos una niebla, como la camanchaca, somos una plaga  ávida e inevitable que alimenta, a su vez,  a un público también ávido y exigente. La cuenta atrás ha comenzado. El rescate comenzará a las doce de la noche de mañana, pero ese no será el final del acoso mediático a los mineros, será sólo el principio.

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700 metros

Recien llegados,  después de volar  10.200 kilómetros desde Madrid, de atravesar una pedregosa carretera en pleno desierto de Atacama, 700 metros pueden parecer una distancia corta, un paso, pero  son una eternidad.  Bajo nuestros piés,  sepultados  por un cerro de cobre y oro, un grupo de mineros, los 33, hacen frente a la adversidad con una entereza y un valor admirable. Les hemos visto a través de grabaciones efectuadas por ellos mismos. Se han organizado, están animados y alientan a sus familiares. Son un grupo humano formidable: hombres de la mina, hechos al sufrimiento y a trabajar duro por un puñado de pesos. Todos ellos eran conscientes de que el pozo de San José no era seguro, la mina avisaba, día a día, con derrumbes, con accidentes menores. Sabían que la empresa no cumplía con las medidas de seguridad, pero la paga era buena, mayor que en otras explotaciones con mejores medios.

Hoy se cumple un mes de enterramiento. Los expertos no dan plazos para el rescate, los más optimistas hablan de dos meses. Arriba, en el Campamento Esperanza, familiares de los 33 sufren otro encierro, pero éste es voluntario. Duermen en tiendas de campaña, se calientan con hogueras, comen de la solidaridad de los municipios cercanos. Hombres, mujeres y niños esperan. Soportan la crudeza del desierto de Atacama, arena, polvo mineral y rocas…  aquí no hay nada más. Es el desierto más árido del planeta con temperaturas bajo cero por la noche y un sol inclemente por el día. Las familias de los 33 forman aquí una sola pero también los carabineros, los ingenieros, los miembros de las brigadas de rescate…  e incluso los periodistas.  María es un torrente de optimismo,  tiene a su hermano allá abajo, y él se lo había dicho muchas veces: «esta mina llora´. Las rocas se rebelaban  cada vez que se abría una nueva galería,  protestaban a su manera ante empresarios ambiciosos que excavaban más y más sin asegurar salidas, sin establecer rutas de emergencia. María se envuelve en la bandera chilena y saluda ahora  a cada máquina que llega, a los retenes de trabajadores, a las nuevas perforadores más rápidas que obrarán el  milagro.  Comparte hoguera con Cristina, una joven que duerme en la tienda de al lado, tiene dos hijas y a un hombre un hombre sepultado  por una montaña. Desde el corazón de la tierra, a través de un hilo telefónico,  le  ha prometido, por fin, matrimonio. Lilián tiene el rostro curtido, es mujer de pocas palabras, una atacameña sufrida. Llegó desde Iquique, a mil kilómetros de distancia, para estar a 700 metros de su padre, de Mario Gómez. Él es el más veterano de los mineros, uno de los líderes del grupo. Pensaba solicitar la prejubilación un día después del derrumbe…  ahora tendrá que esperar unos meses. Son 33 historias diferentes: duras, tiernas, tristes, de esperanza…  pero sobre todo son una lección humana ejemplar, desde arriba y desde abajo, sobre como afrontar una situación extrema.  Cuesta ponerse en su lugar ¿podría yo reaccionar como ellos?.  Hoy se cumple un mes, y la perforadora sólo está  42 metros más cerca.

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